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HABLAMOS

Hablamos. Hoy hablamos y por fortuna, no tuve que mirarle los ojos. Cuando colgué el teléfono estaba completamente aturdido. Ella seguiría llorando del otro lado de la línea, con el tono perforándole la oreja. Pero del lado de acá, mi mente estaba llena de sus lágrimas, como si hubieran penetrado en mi cráneo y ahora intentaran ahogarme por completo con su susurro de caracol.

¿A quién con sus mañas de muchachita? ¿A mí acaso? Que mucho antes de que ella menstruara, ya andaba por ahí haciendo y deshaciendo.

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¡Vamos! A estas alturas ya he oído todo tipo de discursitos. ¡Tretas y mañas! Nada más que eso, sin ninguna verdad salvo la esquiva, el hueco en la palabra y la indecisión al hombro.

Sé que está con otro hombre. No hace falta que nadie me lo diga. De lo contrario, nunca hubiera roto conmigo de manera tajante. Por eso le conté cómo me cogí a Tania, y a Sonia, y a tantas otras que ella ni siquiera conoce. De cómo la engañé seis meses con Amanda, mi novia anterior, con la que nunca rompí del todo. Cómo en el cine del barrio me la chupó una desconocida. Y luego ella misma en casa, sin que ni siquiera me hubiera lavado aún.

Le mentí, inventé tanto como pude, pero pensaba en ella. En ese hombre que no conozco, que apenas puedo imaginar sino como una silueta, y ella. Desnudos. Ahora no puedo ver siquiera una escena de sexo en la TV sin pensar en ella; siempre la protagonista se parece a Dalila, o es más voluptuosa, o más flaca, o se da un aire, o no se parece en lo absoluto. Pero Dalila está presente. Y eso es lo que me excita. Como mientras dejaba correr mi fantasía, era a ella a quien imaginaba.autor: Kevin Beovides

Le da por llorar y me dice que está enamorada de mí. Pero no va a volver conmigo. Todo orquestado, por supuesto. Todo, maña y artificio. ¿Qué espera? Quizás que la persiga como un alma en pena. Pero la verdad, tengo menos interés en aparecerme en sus sueños que en el baño de su casa. Probablemente que la llame diez veces más, como hice hoy, ¿para poder demostrarme que no está interesada en mi? ¿o para que se mantenga un vínculo, el que sea? Es difícil excavar en el alma de una mujer. Hay demasiado lodo, demasiado fingimiento acumulado desde niña. Al hombre lo educan para que sea directo, para que resuelva las cosas a trompadas (incluso las discusiones más tontas). A que no llore, ni se justifique. A que no ceda. Pero a la mujer la enseñan a ser sinuosa, como las caderas y los senos. Hice lo único que podía hacer. Dejarle a ella la iniciativa. Llámame cuando quieras, para salir y hablar. A sabiendas de que esa llamada no iba a llegar nunca.

Pero volvimos a vernos, no obstante.

Yo estaba con una resaca enorme, y muy soñoliento. Traté de arrastrarla a la cama, pero ella no estaba de humor. Así que la acompañe a la esquina para que comiera algo. Mientras ella mordisqueaba un pan, me tomé una cerveza para despertarme. Fue entonces que surgió la duda: ¿sería el niño hijo mío? Un pensamiento pegajoso y desagradable, que me amargaba irremediablemente cada trago de cerveza.

Conversamos un rato, sentados en el suelo de la esquina. Me compré otra cerveza. Pero también me supo amarga.

Y amargos fueron también los primeros besos. No podía dejar de preguntarme si el niño era mío. Pero esa no era la pregunta que me quitaba el sosiego, sino cuánto en realidad me importaba. ¿Olvidaría todo si la seguía besando? ¿Qué había estado con otro, que el niño podía no ser mío? ¿Qué era, en definitivas, más importante? Cuánto dolor pueden ocultar sus brazos desnudos. El hombro que muerdo con algo de rencor, mientras cae la ropa. O el olor que aspiro entre sus senos.autor: Kevin Beovides

Dalila quedó desnuda de la cintura a arriba. Me tendí sobre ella, entre sus muslos. E imaginé a ese niño creciendo en su vientre. Moviéndose involuntariamente con cada apretón. Bajé la mano, deslizándola gentilmente desde el seno, hasta que pude casi sentirlo bajo la piel. Molesto porque alguien tocaba a su madre. Alguien que bien podría ser su padre, o no. Y de pronto no estaba tan claro para mí que sostenía mi mano, y nuestros besos en su lugar. O cuál fuerza erguía sus pezones como piedras. ¿Eran las noches y sus excesos? ¿O había algo más que se tendía como una cuerda para guiarnos fuera de este laberinto? ¿Sería acaso este niño? Inconmovible, como todo lo que está absolutamente solo. Desde antes de que existiera, estaba jalonándonos a través de los recodos, sacándonos a la luz, de la confusión de nuestra vida.

- Ya no está. - Me dijo. Y yo comprendí que no quedaba nada. No de él, sino tampoco de nosotros. Una simple operación, rutina casi en los hospitales, había cortado nuestra guía, y ahora nos perderíamos irremediablemente en la oscuridad de los corredores, nos separaríamos y no reconoceríamos ni el eco de nuestros propios gritos de angustia, de soledad.

Sentí deseos de herirla.

- Bien. Ni siquiera estoy seguro de que fuera mío.

- No, no puedo hacerle esto. - me dijo. Y se separó de mí.

- ¡No jodas! Ahora te has vuelto, de repente, una santa de pura virtud. ¿Cómo se entiende tu fidelidad por él? Llegó después, el último. En todo caso soy yo el que tiene derechos aquí.

- Eso no es verdad. No estuve con nadie mientras estábamos juntos.


Se fue. Dispuesta, ahora sí, de una vez por todas, a no volver nunca.

autor: Kevin Beovides


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